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Anton LaVey: el hombre que fundó la Iglesia de Satán

  • Foto del escritor: Francisco Moreno Rodríguez
    Francisco Moreno Rodríguez
  • 6 oct
  • 4 Min. de lectura

En los años 60, mientras Estados Unidos bailaba con los Beatles y predicaba el amor libre, un hombre calvo con capa negra decidió que el mundo necesitaba algo distinto: una misa negra con órgano y carcajadas.


Su nombre: Anton Szandor LaVey.Su legado: la Iglesia de Satán. Su especialidad: convertir el pecado en espectáculo.


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El Diablo se muda a California

Anton LaVey nació en Chicago en 1930, pero el verdadero alumbramiento de “Anton el satánico” ocurrió en San Francisco, esa ciudad anfibia donde lo sagrado y lo profano se dan la mano.

A comienzos de los sesenta, mientras los hippies practicaban el amor libre en Haight-Ashbury y se besaban con el Golden Gate de fondo, LaVey hacía lo suyo en la penumbra eléctrica de los teatros burlescos: tocaba el órgano con pulso de feria nocturna, trabajaba —según su propia leyenda— con circos donde domó leones y aprendió el lenguaje del espectáculo, y convocaba tertulias de medianoche en su casa pintada de negro para mezclar filosofía cínica, erotismo ritual y humor más ácido que un solo de theremín.

En esas veladas, entre velas, humo y carcajadas, fue decantando una idea simple y explosiva: una “iglesia” sin dios trascendente, donde el diablo no fuese el villano de catecismo sino la máscara de la voluntad individual, el emblema del placer sin culpa y la autonomía personal. De ese caldo de cultivo —mitad cabaret, mitad gabinete de curiosidades— saldría su invento más brillante (y rentable): institucionalizar el escándalo como doctrina y convertir a Satán en sinónimo de libertad humana.


La fundación de la Iglesia de Satán


En 1966, LaVey se afeitó la cabeza —a medio camino entre voto monástico y gesto teatral—, se enfundó en una túnica negra y proclamó el “Año Uno de la Era Satánica”. No era solo un eslogan: era un reloj reiniciado para subrayar que, a partir de entonces, su proyecto no imitaba a ninguna tradición anterior; empezaba desde cero, con calendario propio y liturgia propia. Ese mismo año, en San Francisco, fundó oficialmente la Church of Satan, instalando su cuartel general en la célebre Casa Negra, un híbrido entre templo, gabinete de curiosidades y set cinematográfico donde cada velada parecía coreografiada para la prensa.


Y no, nada de sacrificios ni vírgenes desmayadas. El satanismo de LaVey no perseguía demonios; desmontaba moralinas. Era un satanismo filosófico, con rituales performáticos más cercanos al teatro de cámara que a la brujería medieval. En el púlpito negro, LaVey predicaba una ética del ego lúcido:

  • Egoísmo consciente en lugar de altruismo culposo: cuida tu interés, pero con inteligencia y responsabilidad.

  • Placer sin culpa frente a la mortificación: el cuerpo como aliado, no como enemigo.

  • Ateísmo teatral: usar el rito como catarsis psicológica, no como obediencia a seres invisibles.


Su gran truco —y su gran aporte— fue convertir el símbolo de Satán en un espejo: no un amo sobrenatural, sino el emblema de la voluntad individual, la indulgencia crítica y la insumisión ante las hipocresías. Bajo la luz roja de las velas, con órgano y túnica, LaVey enseñó que el “diablo” podía ser el lenguaje del desacato y la puesta en escena de una filosofía terrenal. En otras palabras: menos exorcismos, más autoconocimiento con colmillos.


En su Biblia Satánica (1969), escribió:

“Satán representa indulgencia en lugar de abstinencia, vitalidad en lugar de espiritualidad vacía.”

Era, básicamente, Nietzsche con colmillos y mejor vestuario.


El show del siglo

LaVey entendía perfectamente el poder del espectáculo. Su casa, “La Casa Negra” en San Francisco, se convirtió en templo, teatro y escenario mediático.


Invitaba a celebridades, hacía rituales con modelos desnudas como altares, y se aseguraba de que siempre hubiera una cámara cerca. Era tanto un sacerdote del infierno como un maestro del marketing.

Los tabloides lo amaban, los conservadores lo odiaban y los curiosos hacían fila.


Aunque muchos lo tomaron por farsante, LaVey insistía en que el satanismo era una filosofía del yo:

  • No hay dios ni diablo, solo tú.

  • El “pecado” es una invención para controlar a la gente.

  • El ritual es un teatro para liberar emociones reprimidas.

Era un satanismo sin dioses, sin fe y sin miedo .El único mandamiento era:

“Haz lo que te haga sentir vivo, pero sé consciente de tus actos.”


Con el tiempo, LaVey se convirtió en un personaje de culto. Apareció en películas, dio entrevistas con mirada diabólica y posó con una cobra sobre los hombros. Cuando murió en 1997, dejó tras de sí una iglesia que sigue activa, miles de imitadores y un legado entre el sarcasmo y la filosofía.


Hoy, sigue siendo imposible saber dónde terminaba el predicador del ego y empezaba el actor del infierno.



📚 Referencias y fuentes

  1. LaVey, Anton Szandor – The Satanic Bible (1969)

  2. Barton, Blanche – The Secret Life of a Satanist: The Authorized Biography of Anton LaVey

  3. Gilmore, Peter H. – The Satanic Scriptures

  4. Religious Studies Review – “The Church of Satan and Modern Individualism” (2002)

  5. BBC Archives – Anton LaVey and the American Counterculture


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